'El día de la escopeta', de María Bastarós

2022-05-06 18:49:37 By : Ms. Samantha Huang

Es una mujer bella y, como todas las mujeres bellas –y a menudo también las que no lo son–, está en un buen aprieto. En realidad, en dos. Su primer aprieto, el aprieto primigenio, es su padre. El segundo aprieto es su marido, aunque hasta esta noche no habría sabido decir cuál de los dos, su marido o su padre, la aprieta más. Tal vez por ser bella, o tal vez por otra cosa, los hombres de su vida se le han pegado como sanguijuelas, han echado raíces en ella hasta asegurarla con firmeza al suelo que comparten.

Viven los tres juntos en el tercer polígono residencial de la A–211, en una casa de tejado de uralita, angosta en su entrada y rodeada por un foso irregular. A todo el que pasa por allí –sobre todo ciclistas que hacen la ruta entre Alfajarín y Villafranca de Ebro– el foso le llama poderosamente la atención, y los hay que incluso lo fotografían con el teléfono móvil. La verdad es que ese agujero de fondo desnivelado nunca ha pretendido ser un foso, al menos no en el sentido medieval de la palabra: el marido empezó a excavar la tierra para construir un patio inglés, uno de esos pasillos hundidos que permiten que la luz llegue a las plantas bajas, aunque en este caso tal planta no existe y el clima del lugar es el opuesto al británico. Cansado de la pala y la tierra dura, el marido abandonó la tarea al cabo de unos días, y las zapatas de la casa quedaron expuestas en un penoso estriptis de hormigón.

Del cerebro del marido suelen surgir iniciativas como esa: necias, desatinadas, fruto del capricho. Pero no es un hombre perseverante, y el exterior de la casa lo atestigua: el patio a medio hacer, el jardín a medio vallar, el techo desprovisto de tejas en su mitad izquierda. Al interior, la cosa no mejora: una parte del pequeño salón está chapado en una madera brillante, descarada en su artificialidad, y el resto muestra las paredes desnudas, enlucidas en un blanco roto. El marido habla sin parar mientras ejecuta sus obras, como si lo que se trae entre manos fuera de vital importancia, y al cabo de un rato las abandona sin atender a las quejas de su mujer, que vuelve del trabajo rezando para no encontrarse con otra de sus aberraciones. Ella es la única de los tres que tiene un empleo, aunque tanto el marido como el padre están en edad de trabajar y bien podrían hacerlo si quisieran. Al padre, al contrario que al marido, le gusta guardar para sí cualquier pensamiento que le cruce la mente, probablemente porque su escasez los convierte en bienes preciosos. Rara vez abandona su sillón de escay, tan viejo que el forro se ha vencido y uno de los brazos vomita espuma de poliuretano, amarilla por el roce y la nicotina. Una vez cada ciertos meses, el padre ha almacenado la suficiente energía como para participar de la vida en el hogar. Entonces su ánimo se conjura con el del marido y la jornada rueda imparable cuesta abajo, desbaratándose hasta hacerse añicos como uno de esos autos locos de las fiestas de Calatayud.

Hoy será una de esas veces.

En una ocasión, la mujer los encontró pintando los muretes de la casa de naranja fosforescente, para que se vea bien desde la carretera y las visitas la encuentren sin problemas, aunque lo cierto es que jamás han recibido una visita. Para colmo, la pintura escogida –probablemente robada, pensó la mujer– no era de exterior, y a los pocos días clareó por efecto del sol hasta volverse de un color yema de huevo desleído. En otra ocasión el patio estaba lleno de bombonas de butano, todas bien juntas y tapadas con una lona, y los dos hombres celebraban su pillaje a una nave cercana. Al día siguiente la policía empezó a husmear por el polígono: la mujer los vio por la ventana mientras se quejaban del viento y del calor. Horas más tarde, ella misma llevó las botellas hasta la lejana loma en la que serían encontradas. Incluso las buenas ideas se les han vuelto en contra: hace meses decidieron proveer a la casa de su propio huerto, que se situaría en la parte trasera de la vivienda. La tierra del desierto es dura y traicionera como un pistolero a sueldo, así que verduras y hortalizas se cultivarían sobre parterres de sustrato fértil. Solo había que construirlos. Al padre se le ocurrió sacar los listones de madera del pequeño trastero que el marido levantó un otoño junto a la casa. De todos modos, no llegó a techarlo, y el proyecto se quedó en un cubo irregular abierto al cielo en el que una vez anidaron las avutardas. Paso a paso montaron los parterres, dispusieron la malla geotextil y la gravilla que procuraría el drenaje, rastrillaron y sembraron tomateras, zanahorias, rábanos y cebollas. Al final del día el proyecto parecía una obra completa, la única ocurrencia con final feliz –o al menos, con final– de cuantas habían tenido. El padre volvió a sumirse en un sopor de escasas interrupciones y el marido cogió la costumbre de levantarse pronto para inspeccionar el huerto, levantar la mirada en busca de nubes, escupir en el suelo y maldecir este endemoniado secarral. Aunque llegó a robar decenas de bidones de agua de una gasolinera cercana, el huerto no medró y el marido perdió todo interés. A los meses la tierra era pasto de malas hierbas, insectos y alguna que otra verdura diminuta, desnutrida y blanda hasta la podredumbre. Fue entonces cuando llegaron los ratones. Inicialmente no eran demasiados: dos, cuatro, seis bolitas pardas moviéndose con soltura entre el compost, defecando y horadando galerías a placer. Pero pronto criaron en algún punto del parterre, y en un mes aquello era un hervidero. Iluminado, el marido espabiló al padre a base de bofetadas cortas y chatos de ron:

–Hay que ir a por gatos –dijo. El padre se limitó a asentir y apurar su último vaso.

Aquel día, el marido y el padre condujeron hasta la perrera y se llevaron una decena de gatos. El encargado no hizo preguntas: se alegró de hacer hueco a los animales que iban llegando, al goteo incesante de perros abandonados y camadas de felinos con los párpados sellados por las legañas. Los diez gatos, liberados en el huerto, se lanzaron voraces sobre los ratones. A algunos se los comían enseguida, a otros los usaron como entretenimiento durante un rato. Los agarraban y los volvían a soltar para caer sobre ellos de nuevo y mordisquearlos sin llegar a matarlos del todo. Luego caminaban ufanos con la boca llena de sangre, se bufaban y lanzaban zarpazos unos a otros. Por la noche se apareaban y llenaban las paredes exteriores de la casa de orines. El aire del desierto olía a amoniaco y a pelo sucio. La mujer no dijo nada sobre aquello: hace mucho que ha aprendido a convivir con la locura, incluso a fingir no verla. Pero al cabo de unas semanas, cuando el padre acumuló las suficientes horas de sueño como para volver de nuevo a la vida, él y el marido decidieron que había que librarse de una vez por todas de esos malditos gatos. Así que… volvieron a la perrera. Esta vez regresaron con un perro de presa canario. Según el collar con el que había llegado a la perrera, se llamaba Rómulo. Rómulo tenía mandíbulas potentes como un cepo y los músculos tan pronunciados que le proyectaban sombras sobre el pelaje. En cuanto lo sacaron del maletero en el que lo trasladaron hasta la casa, ladrando y golpeando la chapa de metal desde el interior y haciendo temblar la carrocería, los gatos salieron disparados. En escasos segundos cruzaron la carretera y desaparecieron loma arriba, hacia el desierto. El perro, sin embargo, no hizo ademán de seguirlos. Gruñó e inspeccionó el terreno, olisqueó la tierra, se comió la escasa fruta podrida del huerto. También ingirió algo de compost, los dientes negros como de betún, luego escarbó, arrancó un trozo de listón de madera de un mordisco y lo lanzó por el aire, el cielo surcado por un reguero de babas. Luego, de repente, reparó en el marido y el padre. Corrió hacia ellos. El marido reaccionó antes, cosa fácil teniendo en cuenta el letargo en el que vive inmerso el padre. Al darse la vuelta golpeó en la cadera a su suegro, que cayó al suelo como un saco de harina. El perro pasó de largo, continuó hasta la carretera: saltó la mediana y, ladrando con furia, se alejó lanzando dentelladas a las piernas de un motorista aterrorizado.

–Mas querío matar –dijo el padre.

–Ni hablar –respondió el marido–, te has caído por viejo. Porque eres un viejo gordo y estúpido.

Mientras luchaba por incorporarse, el padre agarró un puñado de compost del parterre y se lo lanzó al marido.

El marido, jurando, se frotó los ojos, corrió hasta el padre. Derribándolo sobre el parterre, le llenó el rostro y el pelo de tierra negra. El padre forcejeó, expulsó espumarajos de saliva. Cuando tenía al marido sentado justo encima, se orinó en los pantalones. El marido se levantó, –¡cerdo, infectado!–, y el padre aprovechó para dedicarle un último lanzamiento de tierra.

La mujer, a su regreso del trabajo, los encontró así: aposentados en el salón como siempre, el marido en una silla plegable y el padre en su eterno sillón, manchados de tierra hasta las cejas, el pelo arenoso y el rostro ennegrecido. Le parecieron dos muertos que hubieran salido de sus fosas para ver la televisión y comer cheetos. Luego se preguntó si, acaso, aquellos dos llegarían a morir algún día.

Hoy la mujer ha abandonado el hogar de madrugada, como cada día de lunes a sábado. Trabaja en una planta de despiece a unos diez kilómetros de la casa, y un autobús lleva y devuelve a los trabajadores de pueblos y polígonos cercanos. Aunque de vez en cuando lo limpian y suele llevar las ventanas superiores abiertas, el interior del autobús huele a vísceras y sudor, y a veces ella siente que ese olor se transforma en algo sólido que le baja por la garganta como un chicle de bola, algo que podría masticar y hasta escupir en la cara de otro. Cuando eso sucede, la mujer baja antes de su parada y regresa a casa caminando, aunque tenga que hacer un par de kilómetros a pie. Los miércoles hace un alto en el polígono anterior al suyo y visita la gasolinera, donde atiende un hombre joven de ojos azules y vivos con el que le gusta pasar el rato. Ni su marido ni su padre se percatan de su tardanza: habitan el mundo sin horarios de los desocupados. La mayoría de las empleadas de la planta de despiece son mujeres, casi todas casadas y con hijos. En el único descanso que tienen salen a un patio amplio y plano, sin bancos en los que sentarse, y fuman y hablan sobre sus maridos que no encuentran trabajo y los pobres así se deprimen o se dan a la bebida, aunque en esa misma planta se ofertan plazas que siempre acaban siendo cubiertas por mujeres. Pese a que el descanso dura apenas veinte minutos, a esa hora el sol está tan alto y pega tan fuerte que muchas de las empleadas tienen manchas solares en mejillas y narices, y las caras de las más veteranas parecen un mapamundi naranja y ocre. La mujer, aun sin grandes ocasiones en las que lucirse, es presumida por naturaleza, y antes de salir al patio se encaja una visera roja y vieja en la cabeza para protegerse el cutis. Ahora lleva la visera a modo de brazalete, con el hueco que deja la tira reguladora ocupado por la muñeca, y con la otra mano sostiene un cigarrillo. Su sombra en el asfalto parece la de un insecto flaco y alto, con una cabeza normal y otra crecida al final del brazo como un tumor. Camina a buen paso por el arcén al que se accede desde la gasolinera, sin volverse a mirar los vehículos que la adelantan. Ya le ha perdido el miedo a caminar por la carretera, a los silbidos de los coches y de los conductores. Entre calada y calada se lleva el antebrazo derecho a la nariz y aspira con fuerza: después de estar con el dependiente de ojos azules la piel le huele distinto, también a carne y a sudor pero todo bien vivo, tal vez el único olor que consigue tapar el del despiece. Si la mujer conociera la palabra “antípodas”, diría que el dependiente de la gasolinera está en las antípodas de su marido: que el dependiente es joven y guapo y tiene aspecto de ir a vivir muchos años con salud, que mastica con la boca cerrada hasta el chicle y que, después de fumar, apaga la colilla en el cenicero de la puerta para no ensuciar el suelo. Su marido, de trabajar en la gasolinera, ya habría causado un accidente fumando junto a los surtidores. A veces, la mujer se alegra de que no tenga empleo.

"La mujer sabe que para plantarse en casa de un hombre con una maleta y un bote de colacao hay que tenerlo primero bien atado"

Faltan aún varios cientos de metros para alcanzar su casa cuando ve que la luz del patio, hace tiempo inservible, chisporrotea como un moscardón electrocutado. Eso quiere decir que el padre está activo: su primer antojo, siempre que se pone en marcha, es pinchar la luz vecina para alumbrar el patio. Piensa en darse la vuelta, en regresar junto al joven de la gasolinera. Él le ha pedido más de una vez que pase la noche en su apartamento, y ella solo espera el momento apropiado para hacerlo. Cuando haya ahorrado un poco, juntado algunos euros más en el bote de colacao que guarda oculto bajo un listón suelto de eso que su marido llama el garaje. Su idea es no regresar de esa primera noche fuera. La mujer sabe que para plantarse en casa de un hombre con una maleta y un bote de colacao hay que tenerlo primero bien atado, y no está segura de que ese sea el caso. Es cierto que el dependiente siempre la mira con ojos amorosos y cálidos, pero tal vez mire así a otras mujeres. Incluso pudiera ser que exista todo un ejército de jovencitas que alimenten sus sueños con el candor de esos ojos. No podría asegurarlo. Valora también volver a la nave de despiece. Dormir en la entrada, oculta entre los matorrales, y regresar cuando el padre haya hibernado de nuevo. Pero sus pies, imantados al camino por la fuerza de la costumbre, seguirán caminando hasta llegar a la casa, ignorando el mal agüero de esa luz encendida. Acto seguido abrirá la puerta y la golpeará un olor plúmbeo, a pollo frito y alcohol y ánimos exaltados.

La sala está vacía pero llena de humo, tanto que cualquiera diría que acaban de sofocar un incendio. Huele más a colillas que a tabaco, lo que quiere decir que llevan horas así: bebiendo un vaso tras otro, midiendo sus fuerzas, fumando como un par de presos en el patio. Desde la entrada de la sala echa un vistazo al mueble del minibar: calcula que faltan cuatro botellas, tal vez cinco, lo cual asegura turbulencia. Su mirada acude rauda al perchero junto a la alacena, donde su marido suele colgar la escopeta, pero allí solo hay un par de abrigos y una vieja bolsa de deporte. En el bolso, su móvil de pantalla rota y batería renqueante ronronea. Sin duda es un mensaje del joven de la gasolinera: le gusta que le avise cuando llega a casa, asegurarse de que todo marcha bien. Le preocupa, según dice, el trayecto que debe hacer a pie por la carretera, aunque empezó a escribirle el día en que ella le habló de su marido, y de su padre, y de lo que la espera de vez en cuando al volver a casa. La mujer sonríe –aun sin leer el mensaje, su existencia es suficiente para acariciar su humor– e inspecciona el resto de la sala, silenciosa y cauta, en busca del desastre. Abre los armaritos, se asegura de la presencia de platos y vasos, confirma que el gas está cerrado. Tal vez, con suerte, su idea les haya llevado lejos en esta ocasión: tal vez al desierto, a matar conejos a escopetazos, tal vez a disparar al depósito de agua de algún vecino odiado. La mujer suspira, se suelta el pelo para recogerlo de nuevo. Por fin, habla.

Inmediatamente escucha el ajetreo en el garaje, las risas sofocadas. Identifica sin duda los pasos del marido, rápidos y amplios, que se dirigen hacia la puerta que conecta garaje y pasillo. Su cabeza asoma por el vano, redonda y luminosa como una bombilla a punto de explotar.

–Estamos jugando a algo –anuncia–. Ven.

La bombilla se esfuma sin esperar respuesta.

La mujer suspira, se quita los zapatos. Es la única de la planta que no lleva crocs, ni uno de esos zuecos exclusivos para el trabajo, así que cada día al llegar a casa pasa un paño húmedo por los zapatos y les frota betún. Podría permitirse unos crocs, incluso unos ortopédicos, pero le parece un calzado demasiado triste, deshonroso, que le cuesta aceptar hasta en pies ajenos. Todo el dinero que consigue ahorrar va, además, a su lata de colacao: ahí es donde se gesta el futuro, se dice, y no en las suelas plásticas de unos horribles crocs. Entra en el garaje despacio, sin formularse hipótesis. Sabe que dentro puede esperarle cualquier cosa.

El padre está sentado en una silla de plástico, con un cigarrillo colgando entre los labios. El rostro abotargado, tirando a granate, revela que ha bebido más de lo que su cuerpo está dispuesto a aguantar. Cabecea y la ceniza le cae sobre el regazo.

–Estamos jugando a algo –repite el marido, y posa las manos sobre los hombros del padre, que se despabila y asiente con repentina energía.

La mujer mira a su alrededor: el garaje se encuentra en un estado penoso, pero no más que de costumbre. De las estanterías asoman proyectos inacabados del marido, cadáveres de un entusiasmo a corto plazo: un trozo de caseta de perro, un alambique hecho polvo con el que a veces intenta destilar alcohol, un cuadro de bicicleta al que asegura le pondrá ruedas. En medio del garaje, cosa rara, está la silla roja que normalmente tienen en el patio, en la que el marido limpia su escopeta y juega solitarios hasta enfurecerse consigo mismo. A veces, cuando ve al marido cargar con la escopeta y ese palo largo con el que limpia el cañón, desea que esa sea la ocasión en la que el arma le juegue una mala pasada. Luego se santigua, porque una cosa es planear huir con el joven dependiente de la gasolinera y otra desear la muerte de su marido, aunque su marido sea como es y no le ronde esperanza alguna de cambio.

–Siéntate –le dice el marido, y le señala la silla roja como un jefe a un empleado de futuro incierto.

Ella obedece, siente el tacto frío del plástico a través de los pantis.

–Hemos hecho una apuesta –continúa el marido.

El padre asiente y de la boca le sale un sonido grave, gutural, que la mujer sabe que es una risa pero que otros interpretarían como el gruñido de un animal enfermo. El marido camina mientras habla, dibuja círculos a su alrededor, mueve las manos arriba y abajo.

–Tienes en tus manos el honor de dos hombres –dice.

La mira a los ojos, esperando su reacción. La mujer no dice nada.

–Nada menos que el honor de dos hombres –repite el marido, orgulloso de su propia frase–, así que tienes que meditar bien tu respuesta.

La mujer se arrebulla en la silla, nerviosa. Normalmente es una mera espectadora de sus desbarajustes, un personaje secundario que vigila que el riesgo no rebase la línea de lo irreparable. No le interesa ese nuevo papel de protagonista que pretenden endosarle: de ningún modo quiere formar parte de los acontecimientos.

–Tal vez quieras una copa para ayudarte a pensar.

La mujer niega con la cabeza.

–No quiero nada –dice–, estoy cansada.

–Bien, bien –el marido estrecha los círculos en torno a ella y tras su cuerpo aparece siempre la mirada del padre, obtusa pero atenta, subrayada por dos ojeras inflamadas como babosas negras y amarillas.

–Lo que queremos saber es –El marido da un sorbo a su vaso, se relame pasando la lengua por dientes y encías– ¿a cuál de nosotros prefieres?

La mujer lo mira, sin llegar a reaccionar. Luego mira al padre, desconcertada.

–¿Cómo? –¡A quién prefieres!– exclama el padre con voz gutural.

La mujer piensa unos segundos, valora sus opciones. En realidad, se dice, solo hay una.

–Os quiero a los dos por igual –asegura.

El padre exhala de nuevo esa risa bronca que le sale de las profundidades del esófago como un reflujo gástrico. El marido da una palmada, que resuena en el garaje como un petardo.

–¡Sabíamos que dirías eso!

–Es que es la verdad.

–Esa verdad no nos sirve –sentencia el marido–. Necesitamos que seas más atrevida. Nosotros lo estamos siendo, ¿no es así? Al preguntártelo.

El padre asiente de nuevo, su cabeza cada vez más inmensa y pesada.

–Nada de lo que digas tendrá consecuencias –sigue–, solo queremos saberlo. Nos hemos jugado dinero –añade, y señala hacia un lugar entre las estanterías–, así que necesitamos una respuesta.

La mujer resopla, se levanta de la silla.

–Esto es una tontería –dice.

El marido la sigue, la agarra por los hombros. No imprime demasiada presión con los dedos, pero no hace falta. Resulta suficientemente intimidante.

–Solo te pedimos que te pongas ahí y lo pienses un rato.

"Voy a poner aquí un reloj de arena –anuncia el marido"

La mujer se sienta de nuevo, baja la vista. Decir que prefiere a uno de los dos no es una opción, igual que no lo es explicar que no podría elegir, y no porque su amor sea ecuánime sino porque los dos le resultan monstruosos desde hace tiempo. Tampoco es una opción responder que en sueños reza para que en una de sus riñas acaben jugando al tiro al plato el uno con el otro, que no entiende cómo Dios tiene otras prioridades: no debe ser tan omnipresente como lo venden porque, si asomara por allí la cabeza, la libraría de esa tortura de inmediato. Como no puede decir nada de eso, sencillamente guarda silencio. En algún momento se cansarán y cambiarán de ocupación, o el padre se caerá redondo y la apuesta perderá todo atractivo.

–Voy a poner aquí un reloj de arena –anuncia el marido, y saca de su bolsillo el reloj de un juego de mesa que robó en alguna parte–, y vamos a darte unos minutos para pensar antes de darle la vuelta. Una vez le dé la vuelta tendrás solo treinta segundos para contestar. ¿De acuerdo?

La mujer mira a su alrededor, cuenta botellas vacías, una, dos, tres, cuatro, una quinta empezada; da un respingo cuando sus ojos se topan con la escopeta del marido, tirada en el suelo como un paraguas viejo. El marido se acerca a ella y chasquea los dedos justo delante de su cara.

La mujer levanta la vista, observa el rostro del marido. Tal vez, si le mantiene la mirada, pueda conectar con su parte racional, con una neurona lúcida todavía viva. Debe estar ahí, en algún lugar tras sus ojos, atemorizada, tratando de pasar inadvertida como la niña del reformatorio a la que todas pegan. No parece dispuesta a salir a la palestra.

–Tengo sed –dice la mujer.

El marido suspira, menea la cabeza.

–Podrás beber en un rato –dice–, cuando contestes.

El padre gruñe, dando su beneplácito. Se lleva su vaso a la boca, pero el líquido cae por su barbilla y le mancha la camiseta blanca que, de todos modos, ya está llena de lamparones y restos de tomate frito. Cuando la madre estaba viva, el padre no bebía tanto. No por respeto, sino por miedo: la madre tenía gran destreza con el rodillo, que nunca usó para fines culinarios pero sí para hacer entrar en razón a quien hiciera falta. Ella debería haber heredado esa capacidad de la madre para la violencia, suele pensar. Pero la genética la traicionó. Ella solo sabe ahorrar y desear en silencio, ser una mentirosa como todas esas mujeres manipuladoras y víboras a las que a menudo menciona el padre, aunque ella nunca ha visto a ninguna otra mujer por allí.

Tal vez deba decidirse por uno de ellos. Al fin y al cabo, ¿qué puede suceder? No van a matarla, nunca le han tocado un solo pelo de la cabeza, aunque han estado a punto de prenderle fuego o tirarla al pozo, accidentalmente, más de dos y tres veces. Una vez el marido disparó tan cerca de ella que la tierra levantada por el impacto de la bala le entró en la nariz y estornudó. Se preguntó si eso era lo último que muchos harían en sus vidas: estornudar antes de sentir la sangre escapando por el agujero de bala como por un desagüe. A lo mejor si se decide por uno, si les da lo que quieren, la dejan en paz. Es posible que el padre ni siquiera pueda levantarse. La gota y el alcohol lo han convertido en un peluche gigante y ajado, como esos que encuentran los niños del polígono en el vertedero, con los que juegan un rato antes de decapitarlos y pasear sus cabezas en picas de palos de escoba. Pero nadie va a decapitar al padre. A veces a ella le parece que es un ser mitológico, una criatura inmortal que habitará para siempre en ese estertor comenzado hace años. De todos modos, el padre es ahora mismo el mal menor. Es una cuestión de energía. Y está claro que la iniciativa ha partido del marido, que es otra de las ideas que su cerebro supura cuando el aburrimiento se resiste a ser abatido por vías más ordinarias. Eso es. Dirá que prefiere al marido porque están casados y ese es el vínculo más sagrado que existe. Que no lo dice ella, sino los curas, y hasta el Papa. Probablemente hasta Dios.

–Ya me he decidido –dice la mujer, y el marido se acerca a ella y se arrodilla, pendiente de sus palabras como nunca lo ha estado.

–Bien. Aunque os amo por igual a los dos, dado que queréis una respuesta, supongo que podría decir que prefiero a…

La mujer observa al marido, el rostro deformado por la tensión, las pupilas como dos perdigones mal tirados. Luego mira al padre: los ojos achicados, se ha agarrado a los brazos de la silla como si fuera a despegar.

–¡Habla! –dice el padre, y agita las manos con las que agarra la silla–, ¡habla ya!

Cuando grita salen espumarajos blancos de su boca, visibles desde donde ella está. La silla tiembla igual que en un terremoto. El marido se vuelve, irritado.

–¡Para, cojones! –exige–, ¡está a punto de decirlo!

Entonces se oye un clac, y el padre sale del trance. Levanta la mano derecha y el brazo de la silla se desdobla en dos: se ha partido por la presión de su agarre. Ahora la silla es más inestable, y el padre sujeta todo su cuerpo sobre una mitad, haciendo palanca con la pierna. Desde luego, tiene más fuerza de la que su aspecto da a entender.

–Venga, habla –repite el marido, y pone las manos sobre las rodillas de la mujer.

Ella desiste, niega con la cabeza.

El marido da un golpe en el suelo, la palma de su mano se llena de esquirlas y polvo.

Camina hasta el padre, enfurecido.

–No vuelvas a abrir la boca –le ordena. Luego le sirve un vaso de ginebra, sin hielo, y se lo coloca en la mano. El padre da un sorbo entre gruñidos.

–Tienes que decir a quién prefieres –repite el marido.

–Quiero ir al baño –responde ella.

–¡No! –el grito del marido restalla en el garaje con un eco metálico, los artilugios de las estanterías lo corean.

Ella cierra los ojos. Está cansada, muy cansada: las horas de trabajo, enredadas en los tobillos, comienzan a trepar por su cuerpo. Debería haberse ido con el joven de la gasolinera, que tiene un apartamento en un pueblo cercano, una casa normal con su pequeño balcón, con su salón y su dormitorio doble, con esas cocinas americanas que dan un aspecto tan moderno. Está orientado al este –le ha dicho él alguna vez– así que desayuna viendo salir el sol. La mujer se pregunta hacia donde estará orientada su casa, si es que por allí sale también el sol, de esa forma naranja y roja de la que habla el joven de la gasolinera, o si en su casa sencillamente el sol aparece, ya alto y severo, calentando el tejado de uralita y matando a los pájaros que anidan bajo sus esquinas. El marido le da una palmada en el hombro.

–Responde de una vez –exige–, tienes que responder.

Luego cambia el tono, a un meloso tan artificial que hasta un niño lo desenmascararía.

–Escucha, solo queremos saber a quién prefieres –dice–, solo porque nos hemos jugado dinero, ¿ves?, está ahí, en ese bote sobre la estantería. En eso se basa todo esto. Solo tienes que dar un nombre, y luego podrás irte al baño o a donde quieras.

La mujer mira la estantería, se le corta la respiración. Ahí está su bote de colacao. Su pequeño tesoro, su porvenir tiznado de restos de chocolate y azúcar en polvo. Trescientos euros conseguidos con tanto esfuerzo que nadie en su sano juicio los habría escondido en esa casa, cerca de esos dos hombres. El marido la interroga con la mirada.

–¿Quieres saber dónde hemos encontrado ese bote?

La mujer guarda silencio, se mira los pies. Debería desmayarse, ¿por qué no se desmaya? Su padre habla también a menudo de esas estúpidas mujerzuelas que se desmayan a la mínima provocación, pero ella nunca se ha desmayado, ni siquiera cuando la ocasión lo pide a gritos. Ni siquiera cuando su marido se mete en la cama con el aliento apestando a alcohol y a grasa y con ganas de intimidad, ni siquiera cuando en la planta de despiece les llegan potros y ella tiene que separar la carreta delantera de la paletilla fina. Tal vez podría fingir un desmayo: así la dejarían en paz. O no. Tal vez sucediera justo lo contrario.

Es entonces cuando lo escuchan. Al principio es un sonido lejano, pero aun así se eleva sobre el tráfico de la carretera. La mujer levanta la cabeza, el marido deja de dar vueltas a su alrededor. El padre, medio sordo, no acaba de comprender.

–¿Qué cosa pasa? –gruñe.

–Cállate –dice el marido.

El padre se arrebulla en la silla, cada vez más cercana al desparrame. Musita algo ininteligible mientras otros sonidos llenan el ambiente, sonidos claros que anuncian la llegada de alguien: unas ruedas que frenan sobre la gravilla, una puerta de coche que se abre y que no llega a cerrarse. Luego unos pasos que se apremian, prueba de la impaciencia del visitante.

–¿Quién coño viene? –pregunta el marido. Mira al padre, que, aún ofendido, se encoge de hombros.

La mujer observa la puerta, con tanta energía concentrada en los ojos que le parece que en cualquier momento verá a través de ella.

Entonces, alguien llama. Primero con los nudillos. Luego, ante la falta de respuesta, con el puño.

Las pupilas de la mujer se dilatan, sus pies se frotan uno contra el otro. Es el joven de la gasolinera, no le cabe duda. Su voz es tan cristalina, tan limpia como sus ojos. El marido la agarra del brazo.

–¿Quién es ese? –berrea zarandeándola–, ¿quién cojones es ese?

La mujer no dice nada pero sabe que en su cara, de alguna forma, puede leerse una respuesta aproximada. El marido se incorpora, furioso, camina hasta la escopeta y se hace con ella, la carga al hombro como un conejo muerto. Luego abre la puerta del garaje, con tanto ímpetu que rebota y se cierra de golpe. El padre ríe, columpiándose en la silla; una pata se rompe y se queda así, inclinado sobre el suelo, carcajeándose como un loco pese a la caída. La mujer agudiza el oído, pero no es capaz de escuchar nada. Entonces la puerta del garaje se abre de nuevo, y esta vez es el joven de la gasolinera el que aparece. Tiene los ojos tan abiertos que su cara entera parece otra: la frente arrugada, el mentón retraído, los labios temblando como dentro de un frigorífico. Después de la cabeza del joven aparece la boca de la escopeta, luego el cañón, el guardamanos, y por fin los dedos del marido y luego sus brazos y su cabeza, la mandíbula apretada y el sudor deslizándose por las patillas

"El marido apoya la escopeta en la estantería, escupe en el suelo" 

La mujer comienza a llorar, se tapa la cara con las manos. Le sorprende poder hacerlo: todo el tiempo ha tenido la sensación de estar atada a la silla, pero no es así.

–Muy bien –dice el marido al joven–, ponte ahí, en el suelo.

Le señala al dependiente de ojos azules un sitio junto al padre y su silla rota, que él ocupa sin dejar de temblar. El padre lo observa como observaría a un alienígena. Se inclina para inspeccionarlo mejor, lo olfatea. El joven, entre pálido y cetrino, aparta el brazo de las narices del padre.

El marido apoya la escopeta en la estantería, escupe en el suelo. Masca algo, aunque la mujer no recuerda que lleve nada en la boca. Tal vez sea su propia lengua.

Su cara se ha vuelto bermellón, de un tono que no parece humano.

–Muy bien, muy bien –repite el marido.

La mujer agita los hombros, tratando de contener los sollozos. El joven rebusca en sus bolsillos, las manos trémulas. Le pasa al marido una cartera verde y amarilla, que la mujer ha visto algunas veces y que le parece muy bonita, con una tabla de surf bordada. La primera vez que vio aquella cartera pensó que su dueño, a más de 200 kilómetros de la costa más cercana, debía tener un espíritu ingenuo y soñador, y eso la conmovió.

El marido abre la cartera, rebusca en su interior. Saca un billete de cincuenta euros y otro de diez.

–Suficiente –dice, y camina hasta la estantería. Allí abre el bote de colacao, introduce los nuevos billetes en su interior.

Luego se acerca a la botella y sirve otro vaso de ginebra, hasta el borde, también sin hielo. Avanza hasta el joven de la gasolinera, se agacha para ponerse a su altura. Le ofrece el vaso.

El joven lo agarra, desconcertado.

El joven da un sorbo, parte del líquido se le escurre por el mentón.

–Sss sí –susurra el joven.

El marido asiente, complacido. Luego mira a la mujer.

–Bien –dice–. Volvamos a empezar. ¿A quién prefieres?

© La Vanguardia Ediciones, SLU Todos los derechos reservados.